Va pasando el tiempo y he cumplido cincuenta.
No es que me sienta vieja, es que envejezco
a causa de los golpes que me atesta la vida
que no son grandes golpes, pero son contundentes.
Vendí mi sonrisa en el teatro y ahora ya no sabe
ni siquiera fingirse cuando hace falta,
así que perdí el único arma que me convencía
para mi defensa propia y la de los míos.
Debería pensar en aquellas mujeres de la India
violadas por animales que se creen humanos,
o en temblor de una madre en Venezuela
que no puede comprar leche para su bebé.
Debería pensar quizá en esos niños de ojos grandes
en África, o en lo duro que es malmorir en Siria;
quizá debería pensar en aquellos a los que un terremoto
dejó sin nada, sin apenas lo puesto, sin recursos.
Debería visitar alguna residencia y dar la mano a un anciano
al que nadie visita, o hacer de un hospital mi vivienda por años
mientras veo mi cuerpo caminar al abismo.
Debería saber lo que es que te maten el futuro de improviso,
que te claven el puñal cuando menos lo esperas,
que te sieguen la esperanza de un plumazo
y con ella tu historia para siempre.
Debería meterme en la piel de que arriesga en patera su vida
o colarme en la cárcel más inhumana siendo inocente.
Y sentirme pequeña por las pequeñas cosas que hoy me hunden.